El lazo entre padres e hijos remite de forma directa a un vínculo. Un vínculo que, en la práctica, presenta matices concretos. Por ejemplo, es positivo que los progenitores respeten la libertad, la individualidad y el potencial del niño, el adolescente, el joven y el adulto. Es decir, en las diferentes etapas que componen la existencia. A veces, el lazo tiene el peso de una dependencia que limita la toma de decisiones en el hijo. Este tiene más en cuenta las necesidades, prioridades y expectativas de sus padres que sus propios deseos vinculados con su proyecto de vida. Es decir, el hijo ancla parece que ha llegado para quedarse continuamente cerca de sus padres (ellos tienen estas expectativas).
Hijos que cargan con el peso de un destino predeterminado
De este modo, depositan en él el deseo de que realice una misión determinada. La realidad del hijo ancla se integra en un contexto en el que los padres visualizan el futuro desde el miedo a la soledad, la fragilidad o la vulnerabilidad. Desde esa perspectiva, el hijo se percibe como un apoyo, una fortaleza y una fuente de seguridad en el proceso de envejecimiento. De este modo, el niño crece en un entorno en el que recibe constantes creencias, ideas y mensajes en torno a cuál es su papel en el mundo y en la familia. Por ejemplo, parece tener que asumir el cuidado de los demás.
Un vínculo condicionado por la falta de libertad
Aparentemente, el vínculo con el hijo ancla puede poner el acento en la unión y la confianza. Sin embargo, desde un punto de vista más profundo, a nivel emocional, es habitual que surja el peso del resentimiento en una o ambas partes. Los padres, por ejemplo, pueden decepcionarse ante las expectativas no cumplidas por parte del hijo. Este último, por el contrario, experimenta el dolor de un tipo de crianza que ha limitado sus oportunidades.